Desde hace varios años comentamos en ocasiones la idea de volver a Ile-de-Ré en un verano, tras la buena experiencia de nuestro viaje de hace ya 15 años. Sin embargo la cosa ha ido quedando entre los asuntos «pendientes» y por fin este año nos animamos a llevarlo a cabo, si bien el plan idea inicial se modificó para adaptar el viaje a unos condicionantes surgidos. Por esa razón se cambió la idea original de estar unos días en la isla por simplemente hacer una visita y durante una semana recorrer los puntos más señalados de la Bretaña francesa. Y para ello programamos el viaje en avión a Burdeos, alquilando a partir de allí un coche con el que hacer el recorrido previsto. Y ese viaje, como solemos hacer, lo planificamos con Rafa y Elena.

Las fechas elegidas fueron las de la última semana de julio, una vez que Elena ya terminaba sus habituales ocupaciones fiscales de cada año. Pero previamente al inicio del viaje, ese finde nos desplazamos a Vigo para asistir a un concierto de Maria José Llergo, que se celebró en el auditorio de la ciudad, en una terraza con vistas sobre la bahía, y con las islas Cies al fondo, en una jornada espectacular por la temperatura y la climatología en general.


El concierto resultó fantástico, y al terminar nos acercamos a la zona de la Piedra, en Vigo, para cenar en una terraza con mucha afluencia de turistas y nativos, es decir con un ambiente de lo más entretenido. Y habida cuenta de la buena noche que hacía, regresamos al hotel, situado justo al lado del auditorio, caminando y disfrutando de la temperatura.
De regreso a A Coruña yo había reservado con un mes de antelación para comer en el restaurante que hay en Punta Cabalo, en la Illa de Arousa, un lugar que conocí durante una excursión con los Bebeuvas y del que además había unas buenas referencias previas. Coincidió además que justamente ese día, sábado 22 de julio en A Illa celebraban la procesión marítima de la Virgen del Carmen, con lo cual tuvimos una ubicación de lo más adecuado para contemplar y fotografiar a la amplísima concurrencia de barcos al evento.


La comida resultó muy bien en general en la terraza del restaurante y por falta de tiempo no pudimos quedar a disfrutar de la playa, ya que además de tener que preparar las maletas para el viaje, Rafa y Elena habían hecho una reserva en Terreo para celebrar con nosotros en una cena sus respectivos cumpleaños y no era cosa de dejarlo con lo difícil que es conseguir reserva en ese restaurante. La cena, como no podía ser de otra forma, fue espléndida.






Y ya, a la mañana siguiente, domingo dia 30, comenzó propiamente el viaje a Bretaña, viajando a Santiago para allí embarcar en un vuelo de Ryannair con destino a Burdeos. Por cierto, que habiendo llegado con mucha antelación, nos sentamos de charla en la cafetería del aeropuerto y casi nos tienen que reclamar por megafonía porque llegamos a la puerta de embarque con todo el pasaje ya en el avión. Una anécdota para recordar. El vuelo llegó a destino con puntualidad y ya en Burdeos lo primero que hicimos fue recoger el coche reservado con antelación para iniciar el recorrido.
El primer destino lo fijamos directamente en Ile-de-Ré, con una parada previa breve por la autopista para comer algo. La visita rodeando la isla les encantó a quienes no la conocían, por la cantidad de turistas que encontramos por todas partes, la mayoría circulando en bicicleta familias enteras en unas rutas habilitadas especialmente al borde las carreteras. Visitamos en primer lugar el Faro de las Ballenas, en la esquina de la isla más alejada del puente de acceso. Subimos al faro, hicimos muchas fotos y terminamos degustando unos helados en el sitio más reconocido.


Y posteriormente continuamos ruta hasta La Flotte, donde está el puerto más concurrido, completamente lleno de gente y donde nos costó encontrar un restaurante donde cenar, para empezar degustando el plato típico de la isla y de la mayor parte de las poblaciones de toda la costa francesa, las «Moules Frites», es decir mejillones al vapor con patatas fritas, aunque ahora hay diferentes variedades en las que añaden todo tipo de salsas a los mejillones.
Para dormir, teníamos reserva en La Rochelle, la población desde la que se accede a la isla, y que es un reconocido puerto deportivo de la costa francesa. A la mañana siguiente fuimos a desayunar al Café de la Paix, situado en el centro, haciendo luego un amplio recorrido por la zona histórica de la ciudad y con dedicación especial al puerto.





Pese a que en La Rochelle habríamos podido estar mucho más tiempo, porque es una ciudad digna de disfrutar, la programación del viaje nos obligó a volver al coche para continuar el recorrido hacia la siguiente parada. En el trayecto hicimos un alto para fotografiar un campo de girasoles integrándonos entre las flores.



La parada comentada era Rochefort-en-Terre. Se trata de una pequeña localidad muy vistosa por la que hicimos un amplio paseo. La verdad es que estaba llena de visitantes turistas como nosotros, y hasta tuvimos un ligero encontronazo con el dueño de una cafetería que consideró que le estábamos presionando para que nos sirviese rápido. Pero la cosa no pasó a mayores y quedó como otra anécdota para el recuerdo. El pueblo se presta a ser fotografiado y los cuatro nos ocupamos de darle ritmo a las cámaras.



Y de Rochefort, nos fuimos directos a Vannes, donde estaba reservado el alojamiento para esa segunda noche en Francia. Es una pequeña ciudad, muy típica de la Bretaña, con un centro histórico en el que destacan las casas construidas con madera entrelazada, muy cuidado todo él y lleno de restaurantes, y especialmente creperías, ya que las «galètes» (crepes saladas) son uno de los platos más consumidos en toda la zona. Después de instalarnos en el hotel, hicimos un recorrido para localizar un restaurante, y terminamos cenando en uno en el que el camarero que nos atendió era un francés que recientemente había pasado varios meses en Vigo (creo que con un erasmus).



A la mañana siguiente nos dedicamos a pasear de nuevo por la ciudad y para ello nos montamos también en un tren chu-chu que hizo un recorrido por toda la zona antigua, recorrido que posteriormente nosotros repetimos luego a pie para poder contemplar con más detalle los lugares que nos habían atraído más y fotografiar todo el trayecto con calma.



En Vannes comimos nuestras primeras «galètes» siendo las del restaurante elegido posiblemente unas de las mejores degustadas durante todo el viaje. Y acompañamos las galètes con la característica sidra de la zona.






Nos quedamos con la lástima de no haber podido aprovechar un festival de jazz que se celebraba en los días siguientes, pero tras la comida continuamos viaje hacia Auray, una localidad próxima de la que teníamos buenas referencias, que se vieron confirmadas con la visita.



La siguiente para fue para observar en Carnac los monumentos megalíticos sobre los que hay un montón de teorías, pero que en realidad es un conjunto enorme de piedras de diferentes tamaños, que realmente no tienen nada de particular. La parada fue breve, porque en el programa todavía teníamos varias visitas programadas.



Continuamos camino hasta Pont-Aven, una pequeña localidad que algunos denominan «la ciudad de los pintores» porque allí se han instalado numerosos pintores, y con la particularidad de que entre ellos Paul Gaughin, el más conocido vivió allí mucho tiempo. Es un lugar interesante, aunque como llegamos ya pasadas las 7,30 de la tarde encontramos todo cerrado. Sin embargo valió la pena la parada.



Continuando la ruta una última visita a Concarneau, una localidad pesquera que está considerado el primer puerto atunero de Europa. Hicimos un recorrido por su zona fortificada, donde nos encontramos con el concierto de un grupo que en sus actuaciones cantaba tanto en francés como en español. Habida cuenta de que se hacía tarde, optamos por cenar en uno de los restaurantes de esa localidad, para llegar al hotel de destino directamente a dormir.






Y precisamente esa noche, la única en que no habíamos llamado previamente al alojamiento para anunciar que llegaríamos tarde, resultó ser la de un hotel que no tenía recepción durante las 24 horas. Con lo cual al llegar nos encontramos cerrada la verja al aparcamiento. Para solucionarlo, llamamos al teléfono en que se había realizado la reserva. Pero lo único que salía en ese número era una locución en francés diciendo que la atención estaba fuera de hora. Por lo cual no me quedó mas remedio que entrar por una puerta lateral e intentar encontrar una fórmula de acceso diferente. Después de mucho buscar, encontramos la zona de recepción donde se indicaba que aquello cerraba a las 21 horas y afortunadamente allí sí que había otro teléfono (de la persona que habitualmente atiende la recepción) con la cual pude comunicarme y que me dió las instrucciones para localizar las llaves de las habitaciones en un cofre ubicado fuera de la oficina. También me facilitó una clave para la apertura de la verja, con lo cual pudimos pasar el coche. Para colmo de males, las habitaciones estaban situadas en la segunda planta, cuyo único acceso era una escalera de caracol por la que hubimos de subir las pesadas maletas. Pero, en fin, conseguimos alojarnos y dormir bien en Quimper.



A la mañana siguiente, miércoles 26, salimos pronto a desayunar, y lo hicimos en la plaza mayor, en una cafetería en la que pese a ser muy aparente, nos atendieron bastante mal. La primera visita fue a la catedral, justo enfrente de donde desayunamos, y a continuación hicimos un amplio recorrido por Quimper, que resultó ser otra pequeña ciudad muy típica de la Bretaña, con las casas con madera entrelazada, pequeñas plazas, y poco más que ver.



Salimos de Quimper para continuar la ruta hacia Camaret-sur-Mer, un puerto en apariencia muy atractivo, pero que resultó un pequeño fiasco. Realmente ese destino se marcó como alternativa a viajar hasta Brest habida cuenta de que el recorrido previsto para esa fecha era muy largo y deberíamos acortarlo para visitar el mayor número de localidades posible. Lo mejor de Camaret, por no decir lo único bueno, fue que comimos estupendamente. Había mucha gente en el pueblo, la mayor parte se veía que eran turistas, y nosotros además de comer visitamos lo que reseñaban los foros, es decir un fortín y una pequeña capilla, así como una zona de desecho de embarcaciones.



Para continuar la ruta, fuimos hasta Roscoff, una población que nos habían recomendado mis amigos Didier y Cris. Es también un lugar tremendamente turístico y que destaca por su producción de cebollas rosas, que exportan a toda Francia e Inglaterra, cuya costa está relativamente próxima. Estaba marea baja, en días de mareas vivas y era impresionante ver la mayor parte de las embarcaciones varadas y el mar muy alejado de la costa, lo que nos anticipaba lo que dias después veríamos en Mont St. Michel. Hicimos un recorrido rápido por el pueblo que nos dejó un buen recuerdo.



El punto elegido para dormir las dos noches siguientes era Dinan, y aunque inicialmente también teníamos otra recomendación para visitar otra localidad turística, Tregastel, lo cierto es que decidimos obviar esa visita y dirigirnos directamente a Dinan, reservando incluso sobre la marcha para cenar. Y justo llegamos para la cena en el restaurante «Au Bout de la Ligne», después de intentar la reserva en otros varios. La cena estuvo francamente bien y ahí empezó la buena impresión que, al cabo de los dos días, nos causaría esa población, de reducida población, pero espléndida en su contenido.
A la mañana siguiente, jueves 27, aunque la idea inicial era visitar el Mont St. Michel y Saint Malo, las previsiones meteorológicas indicaban que por esa zona llovería bastante, por lo cual decidimos cambiar de plan e ir al sur, hacia el interior, concretamente a Rennes, donde el tiempo estaría mejor y cuya visita habíamos inicialmente planificado para el viernes. De modo que allá nos fuimos, para pasar el día puesto que es una ciudad con bastante contenido.



Rennes tiene una zona antigua fortificada muy interesante, y con las construcciones interiores muy similares a lo ya visto en otras ciudades (casas con madera entrelazada), además de una catedral y otras iglesias dignas de visitar. Aunque apenas llovió, lo peor es que lo hizo justo a la salida de la comida, de forma que para regresar al coche nos mojamos un poco. Por cierto que para comer descubrimos un pequeño restaurante libanés (O Liban) donde estuvimos de maravilla. Pero en cualquier caso la visita valió la pena a pesar de la mojadura.



De regreso en Dinan, a media tarde, aprovechamos para hacer un amplio recorrido por sus calles llenas de gente mientras seleccionábamos otro lugar para cenar al menos tan bien como el día anterior, lo cual no fue difícil habida cuenta de la cantidad de creperías y restaurantes en la ciudad. Al final nos decidimos por ir a «La Main á la pâte» donde nos conseguimos que nos atendieran más tarde que en la mayoría y allí tranquilamente, en un ambiente muy acogedor y relajado, hicimos nuestra cena final de Dinan.



Como por esas ciudades es prácticamente imposible encontrar un lugar donde tomarse un digestivo o una copa después de la cena, para un día en que no teníamos que conducir, optamos por una visita nocturna al puerto deportivo de la ciudad, que está situado bastante más abajo del centro de la misma.



Pero como casi todo lo que se baja hay que subirlo y no había taxis disponibles, tras la cena hubo que volver a subir tranquilamente la empinada cuesta y contribuir así a irnos a la cama un poco mas cansados.



Llegado el viernes 28, madrugamos un poco mas que de costumbre para ir pronto a la visita de Mont Saint Michel, donde era previsible una gran afluencia de visitantes. Previamente habíamos reservado online las entradas a la abadía y cuando llegamos a la zona de aparcamiento previa todavía tuvimos que guardar una pequeña cola para acceder a las lanzaderas que nos transportaban a la base de Saint Michel. Cuando llegamos la marea estaba baja y el mar se veía a lo lejos lo que nos hizo calcular que al menos tendríamos una espera de 6 horas si queríamos ver la subida del mar rodeando la isla.



Una vez accedidos al monte, pudimos comprobar que nuestras previsiones en cuanto a los visitantes se quedaban cortas, pues en el interior la marea humana nos obligaba a caminar lentamente hacia la abadía, pese a que luego al haber comprado de forma anticipada las entradas no tuvimos que esperar apenas cola para acceder al interior. Ya dentro de la zona fortificada nos encontramos con el restaurante «La Mère Poulard», muy bien valorado y uno de cuyos platos estrella es una tortilla super especial, así como el cordero criado con la vegetación de la zona, influida por la proximidad del mar, que da un tono especial a la carne del animal. Y como no podía ser de otra manera nos propusimos comer más tarde allí aunque hubiese que esperar por exceso de afluencia.






El interior de la abadía está bien pero tampoco es nada espectacular. Había mucha gente en todas las estancias y durante el recorrido por las diferentes terrazas exteriores pudimos ir viendo como el mar se aproximaba a medida que avanzaba la marea. No obstante, parecía que la espera sería mayor de lo esperado si queríamos ver el mar rodeando el monte.
Por consiguiente, bajamos mientras tanto a comer al restaurante ya comentado, donde no hubo que hacer cola porque se ve que la mayoría de los visitantes acudían a otro tipo de creperías o bares más asequibles. La comida estuvo bien, aunque resultó menos espectacular de lo esperado, pero al menos no nos quedamos con las ganas de degustar los dos platos estrella, además de la sidra especial de la casa.



Finalizada la comida, salimos al exterior del monte para esperar a la subida del mar. Tuvimos tiempo de hacer un amplio recorrido por la playa, bordeando el monte, y cuando definitivamente verificamos que el mar no iba a llegar a subir lo suficiente, decidimos tomar el camino de vuelta. Según pudimos comprobar por la tabla de mareas y por la consulta a uno de los gendarmes allí presentes, solo en ocasiones el mar llega a cubrir el contorno del monte con mareas muy vivas y que superan el 100% de lo habitual, y en nuestro caso, siempre según la tabla de mareas, aquel día estaba al 48%. Pero de todos modos salimos satisfechos de la visita y el camino de regreso al coche lo hicimos caminando para poder ver y fotografiar repetidamente el que era uno de los objetivos de nuestro viaje.

El planing del día contemplaba también una visita a Saint Malo, una de las más importantes plazas turísticas francesas, y la mas concurrida de la Bretaña. Como no disponíamos ya de mucho tiempo, porque esa noche dormiríamos en Nantes, hubimos de hacer una visita relativamente corta, por el puerto, bordeando la muralla, y finalmente haciendo una parada para cenar y tomar unas «galètes» en una de las creperías que encontramos a nuestro paso.








Como ya dije, después de la cena emprendimos el viaje de vuelta para hacer noche en Nantes, que era la ciudad a visitar al día siguiente. Y así, el sábado 29 de julio, nos levantamos decididos a ver lo máximo de esa ciudad que es una de las capitales francesas importantes. Desayunamos en un céntrico café y a partir de ahí iniciamos las visitas por la catedral, para continuar por la Place Royale y la Rue D’Orleans, donde estaban ubicadas unas exposiciones temporales al aire libre.


Continuamos luego el recorrido por diferentes zonas de la ciudad, muy rica en monumentos y lugares dignos de admirar, como el Castillo de los Duques de Bretaña, o la Iglesia de Saint Pierre y otros muchos.




Hicimos un alto en las visitas para comer volviendo a la Place Royale, en una de las terrazas allí existentes, y ya descansados y con el estómago agradecido retomamos los paseos por Nantes, para llegar a la Opera, el Passage Pommeraye, un precioso centro comercial, terminando luego al borde del rio para ver de lejos el Elefante (uno de los elementos significativos de la ciudad), que está ubicado en la isla bordeada por el rio Loira a su paso por la ciudad.



Finalizadas las visitas nos esperaba un largo recorrido hasta Burdeos, algo asi como 320 kms, que hicimos de un tirón, tratando de sobre la marcha de conseguir reserva en algún restaurante que mereciese la pena para esa última cena francesa, la cual queríamos regar con un buen Burdeos, y a ser posible rematar con un coñac adecuado. Por lo apretado de la hora de llegada nos costó localizar uno que reuniese las características exigidas y finalmente conseguimos la reserva en «Temps a Nouveaux», donde degustamos algunas exquisiteces del local, y pudimos ya tomarnos una botella de Chateau Bonneau (burdeos) y rematar con sendas copas de Armagnac, cuya botella finalizamos.
Y como postres, estando en Francia, no podíamos dejar de tomar unos quesos y unos profiteroles. En fin, una cena digna de la última noche de nuestra excursión, teniendo en cuenta que el hotel estaba próximo y no había problemas para conducir tras la cena.
A la mañana siguiente, domingo día 30, ya nos levantamos sin demasiada prisa y solo con la necesidad de ir a entregar el coche con tiempo suficiente para luego facturar y embarcar a la hora prevista.
El vuelo de regreso fue puntual y así dimos por finalizada nuestra aventura por la Bretaña francesa, emplazándonos todos los asistentes para repetir el vuelo a Burdeos y así poder conocer un poco la ciudad, ya que en esta ocasión se nos quedó corto el tiempo.





















Gracias Manu, eres mi memoria RAM…-qué viejuno suena….- siempre interesante y ameno el relato y pensando ya en regresar para descubrir Burdeos que nos quedó pendiente…., un beso
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Aun siendo memoria RAM, encantado de que te haya gustado. Un beso.
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Excelente resumen, Manu. Perfecto, no hay nada más que añadir. Gracias, champ!!!!
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Muchas gracias, Rafa.
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